EXPORTANDO LO SOLEMNE

¿Es Chile un país solemne? Esa es una pregunta extranjera, que se plantea y, asumo, se responde afirmativamente, cada vez que una película independiente se hace con alguna nominación importante en algún festival importante. Puedo imaginarme (y no sólo imaginarme, porque lo he visto), cómo el público europeo admira (y disfruta) la capacidad de Chile para retratar un país triste y cansado, de gente dañada y contemplativa.

Pero esa declaración es una aberración cultural: Chile no es un conjunto de planos fijos de cuatro minutos en plano conjunto. En Chile se grita, en Chile se canta, en Chile se insulta, en Chile se ríe, como buen país latinoamericano. Gran parte de las producciones nacionales independientes, sin embargo, han decidido que tras esas pulsiones no hay caldo de cultivo para exportar particularidades. En el eterno desligue de su condición latinoamericana, una vez más, Chile ha inventado otra forma de ser Chile.

¿Cómo lo ha hecho?

En cuanto a condiciones materiales: con financiamiento público y privado; en lo que a condiciones culturales corresponde: con palmoteos en la espalda, en fiestas privadas post festivales, donde confluye algún selecto grupo de novatos con magnates del “indie” (en cursivas y con más comillas de las permitidas por la escritura). Y aunque pueda rebatírseme que la relación pupilo-maestro es per se canónica, y que aquí no habría excepción, déjenme plantear por qué me resulta particularmente peligrosa esta forma de hacer, bajo estas condiciones específicas.

Es dificultoso partir hablando sobre por qué exportar sólo la solemnidad es problemático. En cambio, es necesario hacer una pequeña introducción para plantear cómo las condiciones de producción permiten, condicionan y fomentan esta  manera solemne.

Las escuelas

Sin duda, el germen comienza a desarrollarse en las escuelas de cine. Allí el cuerpo docente, particularmente quienes más ejercen elcine, reclutan personalidades. Entiendo que el verbo pueda sonar un poco bélico, pero, si bien esto no es una guerra, me parece adecuado para perfilar el problema como una batalla cultural. No quisiera demonizar ese vínculo académico que, a ratos, puede ser profundamente humano y orgánico, lleno de simpatías nutritivas y aprendizajes bilaterales, pero debe ser problematizado si queremos llegar al centro del asunto.

Lo que más me llama la atención es cómo se fecunda un tipo específico de relación. En una cronología simple, para no alargar demasiado este prólogo, la cosa funciona así: un profesor o profesora enseña al alumnado esa manera de hacer que tanto éxito le ha dado; aquellxs estudiantes que triunfan bajo esas lógicas particulares son instadas e instados a participar en festivales con sus trabajos de escuela; se encuentran en esos festivales y se felicitan mutuamente (el/la profesor/a conforme con al haber acertado con su alumnx, el/la alumno/a feliz de estar en el mismo lugar que su profesor/a). Todo aquello durante el curso de la malla curricular. La lección final es, entonces: “puedes llegar inmediatamente a alcanzar el éxito, mientras no te equivoques” (un éxito que, en su forma final, equivale a exportación). Y es justamente allí, cuando la tarea docente fomenta el acierto por sobre el error, y el vínculo se termina viciando.

1976 – Manuela Martelli (2022)

Así nace el miedo al fallo, la imposibilidad de jugar, que es tanto una mala práctica de enseñanza como lo que imposibilita al cine para encontrar lo chileno, para dar con sus colores, palabras y sonidos propios. Para, finalmente, llegar al juego en sus escritos sobre cine Walter Benjamin dice: “la metáfora se hace finalmente, única forma posible de manifestarse la cosa. Única vía para entrar en ella: apasionante juego con las cosas. Por el mismo camino entran los niños, y lo hacen hasta el corazón”.

Y es que, considerando que la forma para investigar en el cine es el experimento y el juego ¿cómo dar con una ontología sin investigar?

Para esa pregunta hay dos respuestas a la mano: los referentes para trabajar la representación no son los adecuados o bien no existe tal fin y, en cambio, lo que está en juego es siempre el éxito –monetario y de visibilidad extranjera– de las producciones nacionales. Como el resultado es una industria indie que se jacta de su rebeldía (sí, puede sonar contradictorio), sólo me queda decir que la primera respuesta sugiere ingenuidad y la segunda perversión. Prefiero, por mi tranquilidad, especular sobre la primera opción.

Las películas

Con esas condiciones descubiertas, volvamos a las películas solemnes. Para ello debemos acotar el catálogo a aquellas producciones que han tenido participación en algunos festivales extranjeros importantes. Las películas son las siguientes:

El verano del león eléctrico (Céspedes, 2018) (Primer Premio, Cinefondation, Festival de Cine de Cannes, 2018; Premio Nest Film Students, Festival de Cine de San Sebastián, España, 2018).

El Futuro (Scherson, 2013) (KNF Award, Festival de Cine de Rotterdam, 2013; Selección oficial Sundance Film Festival 2013)

Tarde para morir joven (Sotomayor, 2018) (Leopardo a Mejor dirección, Festival de Cine de Locarno, Suiza, 2018).

Enigma (Jurisic, 2018) (Selección Horizontes Latinos de Festival de Cine de San Sebastián, España, 2018; Primera Mención Especial del Jurado, Largometraje internacional, Festival Internacional de Cine de Valdivia, Chile, 2018).

Blanco en Blanco (Court, 2019) (Mejor director, Premio Orizzonti, Festival de Cine de Venecia, Italia, 2019; Premio Fipresci, Orizzonit, Festival de Cine de Venecia, Italia, 2019; Mención especial, HRNs Award – Special Prize for Human Rights, Human Rights Nights, Festival de Cine de Venecia, Italia, 2019).

1976 (Martelli, 2022) (Quincena de Realizadores del Festival de Cannes, 2022; Selección Horizontes Latinos del Festival de Cine de San Sebastián, España, 2012; Mejor película chilena, Festival Internacional de Cine de Valdivia, Chile, 2022).

Fiebre Austral (Woodroffe, 2019) (Selección oficial en Nest Film Students, Festival de Cine de San Sebastián, España, 2019; Selección en Orizzonti, Festival de Cine de Venecia, Italia, 2019). Cortometraje coescrito por mí.

Los perros (Said, 2017) (Semana de la Crítica, Cannes 2017; Premio Horizontes Latinos,  Festival de Cine de San Sebastián, España, 2017)

Enigma – Ignacio Juricic (2018)

Activado el filtro, con esta selección de largometrajes y cortometrajes que han representado a Chile en los festivales de cine más importantes del mundo, podemos entonces articular paralelos visuales, de montaje y, sobre todo, de guión, que en conjunto manifiestarían ese paisaje solemne que me tiene aquí promulgando mis preocupaciones. Resalto el uso del verbo representar, en cursiva, pues lo uso en dos de sus acepciones: sustituir a alguien o hacer sus veces, desempeñar su función o la de una entidad, empresa, etcétera.; y ser imagen o símbolo de algo, o imitarlo perfectamente, según el  Diccionario de la RAE.

Considerando lo anterior, la participación de estos filmes en festivales extranjeros es doblemente preocupante: por un lado son películas que manifiestan la intención de Chile de instalarse como institución en el extranjero, y por otro, denotan lo que hay tras esa decisión. A saber, perfilar lo chileno ante los ojos de los europeos. Cuando la aberración está en el carácter de ese perfil entonces el problema aparece.

Una revisión no demasiado exhaustiva de las películas citadas revela similitudes evidentes. Si bien, son los diferentes apartados cinematográficos los que configuran los incontables parecidos, soy enfático en que, sumado esto a las condiciones de producción, estamos frente a películas que tienen un lenguaje general casi idéntico; una misma concepción de Chile y, en definitiva, portan una misma alma, entendida quizás en su dimensión aurática-benjaminiana, pero que para no ser demasiado puntilloso, la acuño como un término de mi cosecha. Que se le entienda como se le quiera entender.

El apartado visual, es sin duda, uno de los que más llama la atención, debido a una declarada jerarquía de la imagen filmada por sobre el resto de los departamentos. No siendo aquella jerarquía suficiente, el ojo que filma parece ser el mismo. Pero debo dar ciertos ejemplos: los filmes hacen un uso recurrente de planos fijos abiertos. Por lo general evitan a toda costa la fragmentación y optan por los planos conjuntos para las conversaciones. Junto a ello, inevitablemente, el ejercicio de corte en el montaje se reduce y abundan las tomas largas. Así, podemos encontrar escenas en un mismo plano fijo de hasta cuatro minutos. El guion, por su parte, se caracteriza por incluir pocos diálogos.

Las justificaciones al tiempo y su prolongación las encontramos en los encuadres. La visualidad de las películas citadas descansa en el cómo y dónde se ubica la cámara, más que en el por qué. El uso excesivo de espejos y de puertas abiertas, parece permitirle a la imagen cierto montaje interno de acciones. Se pretende que el ojo deambule por las habitaciones buscando estímulos, pues la verdad, y aquí es donde me permito comentar, estas películas parecen ser conscientes de su propia y desgastante letanía. Cuando las contemplamos nos transformamos en verdaderos asistentes a un museo. Allí descansa en las paredes una serie de pinturas digitales, bellísimas, por cierto, si es que por belleza se entiende el buen manejo de los contrastes de luz y el trabajo sobre las temperaturas de color. ¿Es suficiente esa sensibilidad para equilibrar la balanza donde el drama parece escurrirse?

Paralelos con Lucrecia Martel

Con notable destreza y sensibilidad, películas como La niña santa (2004) o La ciénaga (2001), de la cineasta argentina Lucrecia Martel, se encargaron de retratar, por medio de un sofisticado artificio, la Argentina burguesa y sus contradicciones. Con la quietud y la incomodidad requeridas, Martel se ha hecho con un estilo a través de los años que sólo se refuerza y encuentra nuevas formas de representar sin abandonar su frescura y sus preguntas, incluso trasladándolas al siglo XVIII con Zama (2017). Ha encontrado y explorado su manera solemne. Ella misma ha identificado los motores de su propio cine y sus estrategias, y ha manifestado sus preocupaciones. Al respecto declaró en la revista La Fuga, en 2015: “Hay una deficiencia para la autocrítica y una cantidad de reiteraciones de representación de las clases sociales, sobre todo populares, desde un lugar muy enajenado, desde la culpabilidad o la redención (…) y cuando representamos a la propia clase, con mucha indulgencia, se recurre a ‘el artista’, como si este hecho salvara a los personajes de las maldades propias del humano”.

Zama – Lucrecia Martel (Argentina, 2017)

No me caben dudas sobre la pertinencia y el vigor de su cine; a decir verdad, soy un entusiasta de su trabajo. Pero, ¿es eso transferible en su totalidad a lo chileno? Podría decirse que por su cercanía geográfica y política (ambos países han sido condicionados por las atrocidades de sus dictaduras militares) sus sistemas de clase guardan ciertos parecidos. Pero lo que la incipiente industria chilena ha pasado por alto es la tradición de representación de ambas naciones.

Martel erige su obra rodeada de un catálogo de cine argentino tan variopinto como constante en el tiempo, donde así como las opciones, géneros y maneras han configurado códigos propios, también han permitido a gran parte de la población identificarse con definiciones de lo argentino. Sea cual sea el cine consumido en Argentina, es apropiado decir que Lucrecia Martel entabla un diálogo profundo con esa tradición y lo hace en un ejercicio doble: con el cine y con la audiencia. Así, con dispositivos cinematográficos peligrosamente similares a los utilizados por esta generación de chilenas y chilenos que triunfan en festivales europeos, su significancia es otra. Son unas bases materiales y culturales específicas las que dotan de sentido al cine de Lucrecia Martel. Transportar su identidad es sencillamente una misión inviable y habla, quizás, de una pereza creativa.

Cultura visual en Chile

La tradición de representación en Chile es harina de otro costal. Y aquí no pretendo ponderar, sino distinguir. La cultura visual chilena tiene una historia trastabillada, llena de ripios, picaduras y batallas perdidas. La dictadura de Pinochet, a punta de metralletas y persecución, redujo las posibilidades de representación en el cine y fueron pocos los que, desde el exilio, consiguieron desarrollar proyectos con alguna visibilidad nacional. El cine chileno en la segunda mitad del siglo XX estuvo confinado en un gran porcentaje a la guerrilla, por lo que su anclaje a la cultura popular es inexistente y hoy en día, quiérase o no, vincularla a esa identidad aparece como una empresa sin sentido.

La actual industria independiente no es eficaz a la hora de disidir de modelos de representación, pues sencillamente opera sobre objetos que no están en el imaginario nacional. Opera en un vacío. La abstracción que hace falta para apreciar ese prisma, por lógica, sólo tiene sentido en la exportación y encuentra su aprobación en efusivos palmoteos en la espalda en fiestas post festivales. El acto de representar lo chileno, con esa solemnidad, a diferencia del trabajo de Martel, no tiene validez como revolución; es en cambio una reafirmación del status quo y las películas expuestas no guardan un real interés por representar lo chileno, en sus respectivas formas, visualidades y sonoridades.

Es curioso que quien sí trabajó sobre esas problemáticas haya sido Raúl Ruiz, un cineasta a quien la industria independiente chilena suele rendir honores constantemente en los discursos que rodean a la realización. Ruiz jugó, experimentó, encontró esas fallas, los ripios del lenguaje, las prolongaciones del habla y una incomodidad que decanta en registros, de hecho, humorísticos (un tono ferozmente evadido por este cine de festivales). Pero el abandono a su tradición es un fenómeno de complejas observaciones y da para un apartado más extenso.

¿Podría el cine chileno encontrar sus propias maneras para cobijar las ideas de lo chileno que se alojan en el imaginario popular? Por supuesto que sí, pero para eso hay que revisar aquellos documentos a los que la izquierda cultural (principales gestores de este tipo de cine) no quiere recurrir.

Hablo, por ejemplo, de la televisión nacional, donde descansa la más completa y compleja radiografía a lo chileno. Al final, quizás, el rimbombo se queda corto y todo descansa en un frío y sencillo análisis de clase, donde quienes son punta de lanza no pretenden aportar a la configuración de la riqueza de nuestro lenguaje. En cambio, dejan de manifiesto un cascarón vacío, muy propicio a ser rellenado en otras sucursales, lugares que no son Chile, para públicos alejados de la popularidad chilena. PP.


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